4Milímetros

Mientras recuperaba mi voz y trataba de mitigar mis cicatrices, me dieron el segundo yodo radioactivo. La experiencia del primero había sido muy dura psicológicamente. El enfrentarme a algo que no había vivido nunca, que no conocía y que nadie me había explicado; el “fracasar” y no haber conseguido salir pronto y tener que pasar más de 48 horas aislada en esa habitación infernal y el estar 10 días sin poder acercarme a mis bebés, me dejó emocionalmente agotada. Agotada y cabreada, a decir verdad.

Porque qué cabreo me entró cuando vi que esa habitación tan horrorosa, en ese sótano, con ese cuadro que detesto y ese sillón en el que seguro que se sentó mi madre para hacer punto mientras estuvo allí más de 15 años antes.

Algún día lograre(mos) que cambie. Tiraremos ese sillón y quemaremos ese cuadro. Por mi madre, por mi y por todas las que vendrán prometo que lo haremos.

La segunda vez tenía que ser distinta: no podía repetirlo. Tal y como os conté en el artículo de la Terapia de Yodo Radioactivo, la segunda busqué y busqué en internet hasta que la encontré: la habitación con ventana. Fue en Barcelona, en el hospital Vall D’Hebron. Gracias a mi Hermana #2 consiguí que me permitiesen hacerlo allí por la Seguridad Social (todavía no sé muy bien cómo lo hizo, pero se lo agradezco tanto).

La experiencia fue mucho más llevadera. Fuimos a Barcelona los cuatro porque dos días antes tenía que administrarme Tyrogen y no quería estar dos días más de los 10 que ya tenía que estar alejada de mis mellizos.

La mañana que ingresé A se volvió a Murcia con ellos y yo fui con mi hermana al que iba a ser mi retiro las siguientes 48 horas. No tengo muchos recuerdos de esa estancia, a decir verdad. Lo que sí recuerdo es que dos días antes tuve una gastroenteritis muy fuerte y tuve que pasar la noche en el hospital con un gotero puesto. Tenía mucho miedo a que tuviésemos que cancelar el tratamiento después de todo; menos mal que no fue así y resurgí de mis cenizas.

La habitación era como una habitación de hotel, nueva y renovada, con una ventana que daba a un parking en el que veía a gente pasar y coches entrar y salir. Algo muy ordinario que verdaderamente se convirtió en algo de lo más extraordinario.

Tanto mi hermana como mi tía vinieron a verme, porque una de las cosas maravillosas de esa habitación es que tiene otra ventana que da al pasillo por el que puedes ver a las visitas.

Tras el yodo pasé una semana en un hotel y vuelta a la gamma. Fue una sensación agridulce porque estaba feliz por volver a casa y de que todo hubiese pasado, pero una vez más algo había salido en esa imagen que no sabían muy bien qué era ni si iba a desaparecer con el yodo.

No era la noticia que esperábamos, pero tampoco sabíamos muy bien qué esperar.

Al llegar a Murcia fui a ver a mi endocrino, Isabel, le enseñé los resultados y comentamos la jugada. Tenía miedo después de mi último susto con esa metástasis ganglionar de hacía unos meses y no iba a dejar pasar nada esta vez. Yo no quería, necesitaba descansar y dejarlo todo atrás. Solo hacía 6 meses desde la intervención y estaba con el proceso de recuperar mi voz y volver a mi vida. De hecho, justo después del yodo había conseguido volver al cole y no quería saber nada más de médicos ni hospitales.

Pero de poco sirvió. Al poco tiempo comenzamos otra vez con las ecografías porque no se fiaba y tenía miedo. Y cuando tu médico tiene miedo, tú tienes más.

Mi radiólogo de confianza, Carlos, encontró dos ganglios de 4mm en el mismo sitio donde me habían operado. Venga ya, ¿de qué va esto? ¿qué tipo de broma es esta?

Pueden ser buenos – me decía.

Claro, con la suerte que tengo, seguro que lo son – eso pensaba yo.

Me comenzaron a hacer ecos mensuales para verlos y hacerles un seguimiento. Si crecían: malo. Si desaparecían: bueno. Si se quedaban igual: ¿y qué pasaba si se quedaban igual? Pues que no sabían si era bueno, o malo.

Y llegó marzo y el inicio de la famosa pandemia. Y con ella, el miedo. La pandemia mundial nos dio un poco de miedo a todos, pero cuando tienes algo en el cuello que no sabemos muy bien qué es y ves que el sistema sanitario se colapsa, que los hospitales están llenos de personas, de vidas, que luchan por salir adelante y sobrevivir al virus, y tú solo piensas: ¿y yo qué? ¿se olvidarán de mi?

Menos mal que no, que no se olvidaron. Pasé unos días muy nerviosa pero finalmente me llamaron. Cosí una mascarilla con una tela que tenía por casa, me hice de guantes desechables y trataba de respirar lo mínimo y no tocar nada. Al miedo que me daban las ecos se sumaba el de estar en un hospital en pleno confinamiento.

Y ahí estaban las dos bolitas: ellas mirando al radiólogo y éste mirándolas a ellas. 4 mm. Una y otra vez se repetía el ciclo: miedo – orfidal – eco – medición – 4mm – a casa a esperar.

En junio ya me dijo Isabel: Laura, hemos esperado lo suficiente y esos dos ganglios no disminuyen. Lo siento, pero tenemos que hacer una punción y ver qué es.

Renegué y me quejé. Había recuperado mi voz, estaba trabajando de nuevo. Mi cicatriz estaba bastante mejor y por fin había recuperado la sensibilidad de mi querida oreja desaparecida. Solo la posibilidad de pensar que podían volver a operarme me daba ganas de vomitar.

Aunque sé que los quejidos de nada iban a servir y que el pinchazo me lo iba a llevar, hicieron que mi querido Carlos se hiciese con un espray anestésico para que me doliese menos. En el último me hizo muchísimo daño y tenía verdadero pánico a pasar por ello una tercera vez y él lo sabía. Afortunadamente, estaban muy superficiales y consiguió una muestra a la primera.

Unos días de espera agónica más tarde… et voliá! Cáncer papilar de tiroides, tercera parte.  

Y es que yo, en el fondo, lo sabía.

Otra vez.

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